Cada mañana, al levantarme, tengo que tomar unas pastillas que me quitan las ganas de morir y me llenan de amor por este mundo y su gente. Irónicamente, cada vez que las tomo siento como si el mismísimo Dios viniese y se dedicase a clavarme estacas en el pecho.

Bajé a la cocina, mi madre estaba desayunando unas empanadas de atún mientras mi padre sorbía café negro y caliente y se quedaba embobado con la nueva televisión. En la pantalla, una mujer que claramente había conseguido ese trabajo gracias a su currículo y no gracias a su pechonalidad, explicaba una catástrofe que había sucedido a menos de 100 kilómetros de nuestra casa. Mi padre, entre sorbo y sorbo, esbozaba pequeñas sonrisas. Me pregunto si entendía de qué hablaba esa mujer o sólo le miraba las tetas. Esa tele les costó bastante más de cuatro duros a mis padres, y en teoría su principal finalidad es "unir a la familia". Pero los partidos de fútbol, las reporteras profesionales y lo buen padre que el señor es, más bien nos había separado. Y esa mañana, como todas las anteriores, me entraron ganas de sin decir "Buenos días" a mis padres correr hacia la caja tonta y estampar la cabeza. Me iría por todo lo alto, abandonando el mundo junto a un bicho al que odio profundamente. Una muerte muy poética, y algo cómica.
Unos diez minutos y mucha cafeína y empanadas después, se levantaron y se fueron al piso de arriba. No me dieron explicaciones, pero sabía que iban a follar y esnifar algo de coca. Gastan todo lo que ganan en empanadas, café, cuatro productos alimenticios básicos y cocaína. Sobretodo en coca. Y ya podéis imaginar quién consume cada producto. Y si mi madre se pasa el día entre el polvito blanco, las lacas y las cuatro paredes de casa, mientras mi padre se gasta lo poco que gana en café y regalos para seguir entre las dos piernas de su secretaria, me toca a mi llevar el grueso del dinero y ocuparme de las cuatro facturas.
Mi forma de ingresar dinero es hacer de ayudante de un fotógrafo, especializado en desnudos. Tonto no es el chaval. Y con ayudante, me refiero a llevarle café, prepararle los locales donde ocurre el "arte" y presentarle a las inocentes chicas que creen que ese personaje les va a llevar al estrellato. De vez en cuando, para ganar alguno dinero extra, le hago una mamada. Y por si os lo preguntáis, no tengo edad para trabajar y mucho menos para hacer felaciones.
El poco dinero que sobra lo gastamos - gasto - en cuatro trapos a los que llamamos ropa. Son todos feos, descoloridos, usados y algunos con manchas de colores sospechosos que por mucho que frote no se van. Y de verdad, ojalá las manchas fuesen blancas. Aunque ya tengo edad para llevar sujetador, nunca he tenido uno. Y no creo que me haga con ninguno en un futuro cercano.
Tengo que tomarme otra pastillita antes de comer, recetada por mi encantador doctor. Mi médico-psiquiatra es un especialista en escuchar a una niña un par de horas a la semana, y luego vaciarnos el bolsillo diciendo: "Su hija tiene un problema, es depresiva y destructiva. Si se toma esta medicación, será positiva y feliz. Ahora, páguenme." Mis padres están convencidos que no es normal que una niña de mi edad esté convencida que morir no es lo peor que me podría pasar. Aunque creo que no tiene en cuenta que mi ambiente está formado por dos personas que se supone que son mis referentes pero se han quedado estancados en el nivel de adúlteros, cocainómanos y seguramente de aquí poco podré decir que mi madre es además ninfómana. Mi padre lleva siendo adicto al sexo desde que descubrió el concepto "ducha larga". Yo pienso que si el resto del mundo cree que con todas las guerras, pobreza, hambruna, tiranos... pueden girar la cabeza y seguir sonriendo cada día cuando sale el sol, tal vez los locos son ellos. Así que mi filosofía de vida se resume en lo siguiente: Son todos unos gilipollas, y me quiero morir. ¿Tan rara soy?
Se puede resumir mi figura en ama de casa, pequeña prostituta y proyecto de drogadicta. Aunque os sorprenda, nunca me he sentido tentada de coger un poco de la reina blanca. Aunque tengo claro que cuando tenga le edad de poder comprar alcohol sin hacer el ninja, ingresaré en este mundo de drogatas. No es porque yo quiera, tal vez sea porque es lo que la sociedad espera de mí. El alcohol sí lo he probado, varias veces, es lo que mejor va para quitar el sabor de "artista frustrado" de la boca.
Y mi relación con la coca no es de odio, es más bien complicada. No me da miedo, aunque he visto lo que ha hecho a mis padres, simplemente hoy en día no me apetece engancharme. Sí, hoy en día. De vez en cuando también les da por la heroína, pero tampoco la he probado... aún.

Y no intentéis adivinar mi nombre, mi edad, la ciudad en la que vivo o nada sobre mi vida personalísima. No os serviría de nada. En unos años, cuando la coca y yo seamos lo mismo, nadie se acordará de mí. Y si os apetece contar mi historia a vuestros nietos para que se alejen de las drogas, ¿de verdad necesitarán saber cómo me llamo? Al final, nos damos cuenta que son minucias, como la polla del fotógrafo.

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