El carcelero fiel

Odio mi trabajo. Lo odio con toda mi alma, pero mi hijo necesita que le alimente de alguna forma. Mi esposa murió hace dos años, una horrible enfermedad nos la arrebató y ahora el pequeño me necesita. Soy carcelero, me encargo de que la escoria de la sociedad permanezca donde debe. Pero, también soy responsable de que algunos inocentes no puedan volver a ver a sus familias. ¿Que habría pensado yo hace unos años si alguien se hubiese llevado a mi mujer, en vez de perderla como la perdí? Es horrible, pero debo hacerlo. Ya van seis, seis personas que fueron sentenciadas a muerte y me rogaron con lágrimas en los ojos que los dejara escapar, que ellos no hicieron nada. Pero mi trabajo no era escucharles, mi trabajo era vigilar que no escaparan. Nada más, sólo vigilar.
Mike no pudo ir a trabajar, tenía dolor de espalda o algo así. Mis superiores me pidieron que hiciese su trabajo, simplemente tendría que vigilar a un hombre que iba a ser colgado al día siguiente. A los sentenciados a muerte se les asigna un perrito faldero, un guarda que los sigue y no deja que se escapen ni un segundo. Hoy, yo soy Mike.
Seguí a ese supuesto asesino por los pasillos, le vigilé mientras lloraba en su celda y mientras rechazaba su última comida. Y también vi, como explotaba en lágrimas cuando llegó su última visita.
- Pase por aquí, le espera dentro. - Su esposa entró en la celda, con los ojos rojos y una notable delgadez. Parece que ambos decidieron no comer. 
Se fundieron en un abrazo y tuve que separarlos. Lo dice el reglamento. Odio ese reglamento. Se sentaron en la cama y cerré la sala, me quedé observándoles detenidamente para que no hicieran ningún movimiento extraño. Y esta vez, escuché.
- Tengo miedo Mary, tengo mucho miedo. - Él lloraba, sin parar. Daba mucha lástima.
- ¿No pueden hacer otro juicio? ¡No has hecho nada! - Ella, rota.
- No, dicen que mañana es el día. Definitivo. Parece... que tendré que irme. - Esas palabras hicieron que ella rompiera a llorar con más fuerza. Y yo, me limité a escuchar.
- No puede ser, sólo fue un juicio. Sólo uno. Ha sido demasiado deprisa... no he tenido tiempo para asimilarlo. No puedo imaginar... 
- Calla - No dejó que hablara más. - Son cosas que pasan, la justicia no es perfecta. - Sonrió. - Sí, debería luchar más por mi vida, debería gritar y pelear porque soy inocente. Pero han sido dos meses, y ya no tengo fuerzas. Llevo sesenta días luchando, gritando, aferrándome a la vida. La poca vida que me queda, se acaba mañana.
La mujer cayó al suelo, no se desmayó, simplemente no pudo seguir sentada. Él la miro, inundado en lágrimas y con los puños sangrando. Ya todo le daba igual. Y yo, sólo podía escuchar.
- Estoy embaraza. - No estoy seguro si lo gritó, se lo dijo o fueron berridos entre lágrimas. Pero esa noticia saltó al aire y lo que normalmente crea alegría, acabó de matarle.
- ¡No! ¡No puedo creerlo! - Él también cayó. - ¡Quiero estar para él!
- ¡Pues lucha, lucha por tu hijo!
Me miró, a los ojos. Pero era tarde, ya lo había decidido.
Entré en la sala y nos quedamos los tres en silencio. Cerré la puerta, ya había desconectado los micrófonos. Creo que estuve incluso unos segundos sin pulso. O minutos. Creo, que aunque esto sean recuerdos de meses atrás, aún no tengo pulso.
- ¿De verdad...?
- Si pone la mano, podrá sentir algo especial. - Ella me miró, no estoy seguro si sonreía. No porque no lo recuerde, sino porque sería imposible definir su expresión.
- La creo, hay una vida dentro de usted. Me gustaría poder felicitarla. - También me habría gustado hacer una pequeña sonrisa irónica, para intentar animarla tal vez. Pero no pude, comprendí que yo también había llegado a mi límite.
- ¿Y usted? - Me dirigí a él? - ¿Es inocente?
- ¿De que servirá que lo diga? - Me miro, entre rabia y tristeza.
- Da nada, para ellos. De algo, para mí. - Estaba decidido, lo había decidido hace tiempo.
- Soy inocente. - Con fuerza, proclamó su libertad.
- Pues váyanse de aquí.
Los dos me miraron, incrédulos. Yo era un perrito faldero, y uno era suficiente. Fue fácil conducirlos por pasillos estrechos y canales secretos. De alguna forma, yo los conocía. Al final, pude llevarles a una pequeña puerta que les llevaba a la libertad. Y ahí, sí pude sonreír.
"¿Por qué?" me preguntaron con sus miradas. Y yo, antes de ir a presentar mi dimisión, decidí que no valía la pena rendirse.
- Porque odio mi trabajo.

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