Le regalé a mi hijo su primer libro a los 15 años. No un libro para leer sino para escribir, no encontraría perdón para mí si iniciase a mi hijo en el placer de la lectura a una hora tan tardía. Él me había visto ya numerosas noches inmerso en mis libros, leyéndolos y escribiendo otros nuevos. Mi casa, llena de escritorios repletos y cubiertos de notas, era como una gran biblioteca. Mi pequeño recibió mi regalo con gran ilusión, el presente estaba cubierto de cuero rojo y sus folios eran gruesos y olían a polvo y biblioteca por donde andan numerosas personas. Olor a libro. Me pidió leer mi última obra, pero le dije que no estaba terminada. Después de rechinar y quejarse durante unos momentos, me dijo que necesitaba un nuevo mundo para su misión.
- Me iré y volveré en unos años, entonces yo leeré tu libro y tú leerás el mío. - Mi hijo estaba realmente emocionado, acepté el trato y empezamos a hacer su maleta. Le pregunté qué libros quería llevarse. - Voy a escribir, ¿para qué necesitaría nada para leer?
- No permitiré que mi hijo fuera el primer escritor que hubiese leído demasiados pocos libros. Antes de sumergirte en esta gran aventura debes haber pasado noches enteras leyendo, haberte borrado las huellas dactilares pasando páginas, llorar y reír... - Mi chico lo entendió y se llevó algunas de sus obras favoritas y una bolsa llena de dinero para comprar libros nuevos durante su viaje. 

Finalmente, se fue. Me quedé solo en casa, pero no me sentía así. Decidí trabajar duro e intenté escribir lo mejor que pude. Y durante años mi vida se centró en mi obra, hasta que él volvió. Contaba ya con 27 años y al volver parecía otro hombre. Fumaba y bebía a todas horas; me dijo que por ahí había leído que así vivían los escritores, y él no quería ser distinto. También creía que los escritores dormían poco, mal y a horas no muy recomendadas. Sus ojeras indicaban que él había seguido también esa tradición, la cual no era del todo falsa. Estaba más delgado, con barba mal afeitada y con unos ropajes viejos. Viejos pero limpios y planchados. Me pidió permiso para entrar en su propia casa y al concedérselo avanzó hasta el comedor. Me preguntó si podía fumar en el hogar donde había crecido y se encendió un cigarrillo, se sentó en el sillón y empezamos a charlar de los años pasados. Me pidió un vaso de Bourbon. Se sentaba erguido y no apartaba la mirada de mis ojos mientras hablábamos, no me interrumpió ni una vez y se mostró alegre por el reencuentro pero no demasiado excéntrico. Sabía que eso no me gustaba. Parecía un hombre nuevo. Finalmente acordamos hacer el intercambio. Le llevé mi libro.

Era un fino libro de poemas donde había depositado todos mis pensamientos y sentimientos de estos años. La métrica y la rima estaban cuidadosamente tratadas y la pieza muy bien conservada. Había grabado con pulso profesional el título en la portada y todas las páginas parecían haber sido escritas a máquina. Mi chico dijo que era muy bueno, después de leer un par de los poemas. Le indiqué que al final había una pequeña obra de teatro, que incluía todas las ideas que se plasmaron en los poemas y los mejores versos de estos. Le cautivó esa idea y se zambulló en la obra. Al cabo de una hora, me dijo que era grandioso. Finalmente me pidió permiso, de nuevo, para traer su libro. Volvió con una pieza roja de cuero, en el mismo estado que cuando se lo regalé. Lo cogí y lo puse sobre mis piernas, y acaricié la tapa con la mano. Abrí y empecé a leer.

Era una historia muy bella. Sobre caballeros y princesas. Todos sus personajes eran valientes y leales y había finales felices pero no irreales. También había algunas páginas dedicadas a los pensamientos de mi hijo, manifiestos denunciando las injusticias del mundo y algunas teorías suyas sobre cómo hacer de éste un mundo mejor. Estaba todo muy cuidado, el libro y lo escrito. Le felicité por su trabajo y le dije que yo no podría haberlo hecho mejor, después le pregunté por el título.
- No puedo darle uno aún, debo acabarlo.
Me exalté al instante. - ¡No puedo leerlo si no está acabado! ¿Por qué me lo has permitido?
- No me corresponde a mí continuar con esta obra, yo ya he dejado todo lo que podía dar de mí. Dale la vuelta.
Le di la vuelta al libro, y por atrás no parecía el mismo regalo que le di 12 años atrás. La portada estaba gastada, con quemaduras de cigarro y cortes de navaja. Las páginas estaban mal cuidadas, con el texto escrito a tinta y los bordes rasgados o mojados. Por ese lado, el libro olía a humo y bebida. Olía a desesperación. La historia era también distinta. El libro contenía dos novelas y desde este lado era triste y dura. Había cientos de pequeñas historias protagonizadas por sexo, muerte, mentiras y engaños. Los personajes eran crueles y los pensamientos de mi hijo peores aún. Le miré, asustado, y le pregunté por qué decidió escribir algo tan duro.
- Este libro me representa a mí, todo lo que he vivido y he pasado. Todo lo que creo sentir del mundo y lo que el mundo me ha dado. No soy una buena persona papá, y tampoco soy una mala persona. Soy un ser humano, y como ser humano este libro es mi historia. Por eso tiene dos caras, porque las personas son complejas.
Le miré, maravillado. El alumno superó al maestro. Mi hijo no había escrito un libro, sino dos. Por eso no le había puesto un título al libro, no le pertenecía a él sino a la humanidad. Entendí entonces porqué trató de distinta forma las dos mitades del libro y me acordé también de todo lo que yo he vivido y sentido. Al igual que él, también he cometido malas acciones y he tenido malos pensamientos. Y al igual que él, soy una buena persona.
- Maravilloso cariño, maravilloso. Has descrito al ser humano, tanto por fuera como por dentro. Y las dos caras del libro, representando esas dos formas de las personas... La portada elegante y la contraportada cruel.
- Sí, lástima que sólo tengamos una cara.

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