El cuento de los mil espejos

El Príncipe morado subía la empinada montaña a lomos de su blanco semental, la melena de ambos hondeaba al viento y la armadura del caballero brillaba como el Sol. Tuvo que atravesar el bosque encantado, donde los espíritus de aquellos que perecieron intentaban desmontarle, luchó contra el Príncipe Oscuro a espada y escudo hasta que le venció de una estocada mortal, y derribó al gran dragón escupe fuego que guardaba la entrada a la torre de la princesa. Una vez muerto el dragón, le arrancó dos colmillos y los usó para escalar la torre, cuya puerta estaba cerrada por un poderoso hechizo de un poderoso brujo. Al final llegó a la cima de la torre y entró a buscar a su princesa. Se acercó lentamente a la cama y se agachó para despertar a su dama con un beso pasional e interminable, pero entonces vio esas arrugas, la verruga enorme de su nariz y los ojos de sapo. "¡Joder, qué fea!" pensó, así que le cortó la cabeza de un espadazo para remediar de ese dolor a ese alma corrompida.

Días después el Príncipe Morado estuvo pensando en la Princesa Ogro (así decidió llamarla), en si era fea de verdad. Tal vez su fealdad sólo existía a los ojos del Príncipe y los demás podían encandilarse en tan sólo un segundo mirando a su verruga. Tal vez para otros sus labios demasiado finos y su barriga no eran atractivos, y el Príncipe pensó que tal vez alguien en cualquier momento le cortaría la cabeza a él. Esos días observaba a la gente que se cruzaba, y contemplaba su reflejo en todas partes. Algunos lo miraban con mala cara, otros se echaban encima de él apasionadamente. Tal vez la Princesa Ogro era una mujer encantadora, pero decidió cortarle la cabeza a causa de sus arrugas. Tal vez ese pastel estaba muy bueno, pero decidió cortarle la cabeza porqué el chocolate no tenía buena pinta. ¡Y tal vez ese libro era muy entretenido, pero decidió cortarle la cabeza porque la portada era horrible! Después intentó no mirarse a él mismo nunca más, porque ya no se gustaba. Si tal vez no volvía a mirarse, podría vivir en paz. Pero su reflejo le perseguía. Se veía en las ventanas del metro, se veía en las gafas de sol de la gente con la que se cruzaba, se veía en los charcos de agua y en la pantalla de su televisión. Vivía en un cuento con mil espejos y rodeado de cien mil reflejos. No importaba cuánto lo intentara, estaba condenado a verse.

Entonces lo entendió: Le daba tanta importancia al aspecto de todo que su reino había decidido condenarle, estaban todos condenados. Condenados a mirarse cada día, a aceptarse y gustarse. Estamos condenados a ser superficiales, porque no podemos evitar vivir sin vernos. Decidió pues arrancarse los ojos.

Desde entonces, todo fue más fácil.

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